El efecto inmediato de aquel encuentro patagónico fue la inapelable decisión del sol de no desaparecer mientras los dos viajeros se hallaran presentes y juntos en aquella turística ciudad de Río Negro. Siendo lo menos fenoménico que ambos habían vivido, no consiguieron ni una sola noche en Bariloche.
Intentaron dejar todo a la suerte de la cadencia de las bolas de billar que debían recuperar antes de perder. Pero el azar poolesco, ése del color redondo en movimiento, jamás se puso a su favor durante aquellos días de una Argentina a punto de explotar de verano.
Nunca les anocheció. Todo en sus pocos días en común fue desencuentro diurno. Fue por eso que decidieron comerse el tiempo que los devoraba, ése que los engullía siempre en forma de caprichosa cronología causante de su rendición ante la iluminación tirana y ya dueña de aquellas decembrinas horas de hostel.
No hubo noche en Bariloche. La oscuridad, ya sea por cobarde o por cabrona, huyó, y, después de un almuerzo asincrónico en el Cerro Otto, venido en parte por la suerte traicionera de una apuesta regalada en el lúdico living del Tango Inn, sólo les quedó la propuesta de los minutos que no tenían antes de que ella volviera a Buenos Aires.
No fue una noche en Bariloche. Fue una temporalidad robada al destino, empeñado en que la típica aventura post-boliche quedara interrumpida en clandestinidad pasional, echando a perder cualquier potencial romántico alcanzado gracias al “salud” hebreo y al “lechaym” mexicano.
Los viajeros, entonces, dejaron de ser turistas para transformarse en ladrones, arrebatando algunas horas a la noche ilegal que no reconocía el derecho de los amantes a la nocturnidad coexistencial. Ilegales ya como la noche misma, los viajeros se encontraron a sí mismos libres de culpa y culpables de libertad, pero principalmente irrespetuosos del tiempo y el lugar.
Sin noche, Bariloche fue decadencia viajera del amante cualquiera y violación espaciotemporal del amor casual. Pero Bariloche sin noche fue además, no sé si lo sepas, el día de 24 horas y 30 segundos que inventamos para que yo pudiese llegar al vuelo ya confirmado hacia cualquier otro sitio donde no te vería más.
Intentaron dejar todo a la suerte de la cadencia de las bolas de billar que debían recuperar antes de perder. Pero el azar poolesco, ése del color redondo en movimiento, jamás se puso a su favor durante aquellos días de una Argentina a punto de explotar de verano.
Nunca les anocheció. Todo en sus pocos días en común fue desencuentro diurno. Fue por eso que decidieron comerse el tiempo que los devoraba, ése que los engullía siempre en forma de caprichosa cronología causante de su rendición ante la iluminación tirana y ya dueña de aquellas decembrinas horas de hostel.
No hubo noche en Bariloche. La oscuridad, ya sea por cobarde o por cabrona, huyó, y, después de un almuerzo asincrónico en el Cerro Otto, venido en parte por la suerte traicionera de una apuesta regalada en el lúdico living del Tango Inn, sólo les quedó la propuesta de los minutos que no tenían antes de que ella volviera a Buenos Aires.
No fue una noche en Bariloche. Fue una temporalidad robada al destino, empeñado en que la típica aventura post-boliche quedara interrumpida en clandestinidad pasional, echando a perder cualquier potencial romántico alcanzado gracias al “salud” hebreo y al “lechaym” mexicano.
Los viajeros, entonces, dejaron de ser turistas para transformarse en ladrones, arrebatando algunas horas a la noche ilegal que no reconocía el derecho de los amantes a la nocturnidad coexistencial. Ilegales ya como la noche misma, los viajeros se encontraron a sí mismos libres de culpa y culpables de libertad, pero principalmente irrespetuosos del tiempo y el lugar.
Sin noche, Bariloche fue decadencia viajera del amante cualquiera y violación espaciotemporal del amor casual. Pero Bariloche sin noche fue además, no sé si lo sepas, el día de 24 horas y 30 segundos que inventamos para que yo pudiese llegar al vuelo ya confirmado hacia cualquier otro sitio donde no te vería más.