El amor podrido renació en mí por culpa de aquel fugaz beso indiferente que me encarceló en la ilusión más imbécil de mi adaptación neoyorkina.
Amor caduco, ya no amor con leche, sino amor cortado. Aquél fue el desayuno etéreo durante mi pasado multiusos, siempre victimario pero aparentemente víctima, que elementalmente podría ser definido como el tiempo en que aterrizaba en el aeropuerto de las desilusiones más jugosas.
Se acaba la etapa del vértigo. Ma nouvelle étape, tu ne seras plus avec moi. Y si un segundo se termina, es porque otro segundo comienza. Tal es como funcionan los consecutivos. Son las 12.01 am. Pronto serán las 12.02 am, y hallaré aún más belleza en los números. La simetría, yo la dicto. Los parámetros estéticos de la misma, me los he adueñado también.
Ayer masticaba un inglés con sabor a cerveza. No dije mucho, sólo la verdad acerca de la soltería. Ignorarla es más meritorio que disfrutarla. Ahora sé que tengo unos labios pecaminosos, los mismos ciegos que han besado la vacuidad semiasiática, la vaciedad europea y la nimiedad americana.
El amor podrido renaciente, ¡la alarma ha sonado! Ya no habrá más subhumanidad en mis letras; sólo habrá humanidad en mis imágenes móviles. Ya no habrá más subhumanidad en mis pensamientos; sólo habrá humanidad en las verdades de la mentira que me cuente para mantenerme mundanamente activa y sonriente aún más allá del trayecto de metro que me lleva de Williamsburg a Union Square.